Por Rodrigo Rieder
- Elba y Epaminondas conforman una familia típica de la sabana cundiboyacense. Campesinos humildes que labran la tierra, ordeñan vacas y cuidan ovejas en clima frio.
La mañana estaba fría y una ventisca helaba las mejillas rosadas de Elba, calentó agua en la hornilla a base de leña y luego fue a despertar a su esposo Epaminondas; este mantenía los ojos cerrados y se movía sobre la cama ataviada con rellenos de algodón para atenuar el frío y respondió cuando sintió que ella halaba su arropado.
–“Ahí está el agua para que te bañes, recuerda que hoy es sábado y mañana iremos al mercado”-
“Epa”, tal como lo llamaban sus vecinos y amigos, se desperezó, tomó una toalla y se fue al cubículo que servía de baño y encontró una poncherita de agua caliente arriba de una mesita y un tanque con igual liquido en mayor proporción; con el dedo índice limpió la dentadura y luego echó agua sobre el desnudo cuerpo que titilaba del frio cada vez que hacia pausas para repetir la porción de agua tibia en el cuerpo.
Al vestirse pensaba en el medio día que trabajaría esa mañana en una casa-campo de un cultivador de flores vecino. Lo último de su vestimenta que acomodó al cuerpo fue la ruana.
Salió a la salita que hace de comedor sala y cocina dividida por un muro y allí el olor a leña se dejaba sentir, mientras la chimenea trabajaba y tras dar calor al lugar dejaba escapar efluvios hacia las afueras por un tubo que identificaba la vivienda por fuera.
Mientras desayunaba, Elba fue a ordeñar una de las dos vacas que tenían en un pequeño corral techado con paja de llaraguá.
Como buen descendiente muisca, consumió el plato de mazamorras de papa como alimento tradicional condimentado con guasca que le daba el sabor picante propio de la tierra. La variada cocina cundiboyacense se nutre con frutos tropicales y especies aromáticas. Tienen una enorme gama climática que favorece una cocina variada, apetitosa y original en el marco inimitable de los pueblos más pintorescos de la dilatada geografía colombiana.
Fue a un rincón y tomó los manubrios de la fría bicicleta y ya en la puerta llamó a Elba y tras un beso, ella le dejo: –“Que Diosito acompañe a su mercé”–, –“Amen”—fue su respuesta.
Montó la bicicleta después de acomodar las gafas que le había enviado su hija desde Bogotá y comenzó a pedalear hasta el predio vecino de donde regresaría al medio día por tratarse de un sábado y luego se dedicaría a ayudar a Elba en los quehaceres necesarios de su hogar.
Mientras tanto Elba estaba en casa ideando e vestido que llevaría a las fiestas de la Virgen de Chiquinquirá la próxima semana. Limpió la casa y aseó la cocina, calentó agua y se fue ella también al baño, se trataba de un sábado que no iba a dejar pasar sin asearse.
Luego pensó en voz alta y se dijo: –“Al mediodía, antes que llegue Epa, lavaré las ruanas de gala y si hace buen sol las sacaré afuera”—
No se atrevía a cambiar de puesto las cosas donde su marido las había dejado por respeto a su dignidad de Jefe del hogar, igual casi nunca lo contradecía en su forma de interpretar la vida por respeto al hombre que amaba y con quien había procreado un hijo que en esos momentos estaba trabajando y estudiando en Bogotá.
Se acordó de llevar comida a las dos vaquitas y al cerdo del chiquero y salió al planito jardín de las afueras de la vivienda, miró el horizonte y se sintió feliz de vivir de ese modo que le habían enseñado sus padres, adicionando costumbres que adquirió de su esposo traídas de una familia con algunas variantes en su concepción, pero iguales en la raíz.
Una semana antes el padrino de su hijo Serafín, o bien sea su compadre los había visitado y como era costumbre tomaron agua de panela caliente con panochas de Arcabuco, luego al rato sirvió chocolate caliente con queso amelcochado dentro de los pocillos y hablaron de muchas cosas. El compadre se sentía con mayor mundo que ellos y antes de partir les dijo: –“Los felicito por ser un ejemplo de las familias del altiplano colombiano, por llevar esa vida humilde y rica en principios”– –“gracias compadre”—respondieron en coro; luego él se dirigió a cada uno de ellos y acotó: –“A Usted Compadre Epa lo he puesto de ejemplo a mis alumnos de la escuela, por ser laborioso, sin vicios, trabajador y que aunque gane poco dinero sus trabajos en el hogar también tienen un precio y ese precio es la felicidad”–.
Luego volteó la mirada y se dirigió a la comadre Elba: –“Ojalá las mujeres de las ciudades fuesen como Usted comadre, nunca contradice a su compañero, aunque sepa que él está equivocado, no insulta a quien la ama, ayuda sin quejarse de lo que hace o va a hacer porque entiende que esos quehaceres son suyos, pues suyo es el hogar, la vivienda como igual su esposo”– . Ella se sonrojó y respondió ante el silencio de Epa: –“Dios y la virgen de Chiquinquirá nos han guiado compadre, nosotros practicamos al pie de la letra lo que ellos nos han indicado en los mandamientos y rezamos con las rodillas en el suelo, cuando no vamos a misa”—
Se sintió un profundo silencio solo interrumpido por el canto de los pájaros y mientras el compadre se alejaba en la bicicleta azul llevando en la parrilla de atrás, huevos, guasca, ajíes, repollo y papas recogidos en el huerto de la familia de Epaminondas Marmolejo y Elba Arias de Marmolejo. Las sonrisas fueron correspondidas.